PRÓLOGO

   
 
« ¿Tu verdad? No, la Verdad , y ven conmigo a buscarla.
 
La tuya, guárdatela » .
 
Antonio Machado
 
(Sevilla, 1875 – Colliure [Francia], 1939)
 

 

No ignoras que Antonio Machado era –es- uno de los grandes poetas que alumbró el siglo XX. La frase que encabeza esta especie de prólogo refleja la angustia del poeta clarividente entre dos bandos que se creían poseedores de la verdad y estaban dispuestos a matar o morir por ella. Es una llamada a la búsqueda de la verdadera verdad. Me entusiasmé cuando la leí por primera vez pero, quizá por egoísmo, hubiera deseado que me dijera «me guardo la mía y voy contigo a buscarla» y es que, el amor a las propias convicciones adormece la generosidad. Pero, quizá, la frase más justa y solidaria fuera: «guardemos las nuestras, y vamos juntos a buscarla». Si fuese posible un viaje en el tiempo, se la propondría. Estoy seguro de que estaría encantado de aceptarla porque Machado era un gran poeta, pero era algo mucho más importante: era una buena persona.

Antonio y Manuel son un vivo ejemplo de la tragedia de esa España dividida. Hermanos de sangre, vida y obra, se alejaron políticamente hasta el punto de que en 1936, casualmente, escribieron su última obra en común, cuyo título era, también casualmente, « El hombre que murió en la guerra » . Finalmente, si Manuel dedicó un soneto al sable del Generalísimo Franco y murió académico en Madrid, Antonio dedicó una oda a la pistola del rojísimo Líster y murió exiliado en Francia.

Hace años leí Las tres Españas del 36, de Paul Preston . Como era de esperar, el número 36 hace alusión a la Guerra civil que comenzó en ese año del siglo XX. Contiene una semblanza de las nueve personas que, según él, representan las tres posturas de los españoles ante la guerra: dos antagónicas, que se autodenominaron “republicanos” y “nacionales” y una tercera compuesta por los que, con mayor o menor ahínco y con el mismo decepcionante resultado, trataron de lograr la paz entre ambos bandos. En el transcurso de la contienda, los republicanos llamaban a los otros “ fascistas” y, a su vez, recibían de ellos el calificativo de “ rojos”. De entre los biografiados destacan en los dos bandos opuestos Manuel Azaña, a la sazón Presidente de la República Española y el general Franco, que había de desempeñar la Jefatura del Estado en los 39 años siguientes. El personaje prominente de la “ tercera España” era Salvador de Madariaga que, como los demás de su “no-bando”, se exilió ante el estallido de la guerra.

Desde que leí el libro de Preston sentí una especie de rebeldía interior. No por su escora hacia uno de los bandos, humana y explicable, sino por su flagrante omisión. ¿Cuántos podría haber entre las tres Españas contando los biografiados y sus seguidores? ¿10.000? ¿100.000? Pongamos, con mucho optimismo (mejor dicho, pesimismo), que llegaran a 200.000. Queda fuera, pues, una “ cuarta España” de veinticinco millones de habitantes. El 99% de la población no encaja en esa descripción. Da la casualidad de que yo era una minúscula unidad de esos millones. Nadie me lo puede discutir, porque en ese momento tenía nueve años. Y como eso es un dato objetivo, ni engaño ni me engaño al reclamar mi papel de inocente. Por lo menos, inocente de aquella guerra.

Me sentí ignorado, junto a una inmensidad de compatriotas. Yo estaba en España en 1936 pero no me reconocía en ninguna de esas Españas. Ni reconocía a mi hermana Celia, ni a mis padres, ni a mis amigos Carmelita, Ignacio, Manuel, Serafín, Juanito y Nicolás. Ni a nadie que yo conociera entonces. Ni a miles de niños que abrían sus ojos ante los terribles hechos que se sucedían. Ni a muchas personas mayores que, del alba al crepúsculo, trataban de adivinar de dónde soplaría el viento para que no les sorprendiera a la intemperie.

Claro que había dos Españas que se enfrentaban a muerte y una tercera que trataba de poner paz o de, como dijo Madariaga, « abstenerse de la guerra », pero la numerosa fue la nuestra: la cuarta. La cuarta España sólo quería que la dejaran trabajar, estudiar, comer y, en mi caso, jugar. Para nosotros fue como una película del Oeste que, en lugar de estar proyectada sobre una pantalla, nos rodeaba. Lo que hoy se llamaría un reality show. No conocíamos el guión ni preveíamos el desenlace y ni siquiera podíamos influir en él. Pero teníamos la sorprendente facultad de disfrazarnos de indios o de vaqueros, según de donde vinieran los tiros: aquellos a quienes tocó tierra de indios se convirtieron en indios e igualmente ocurrió en la zona de los vaqueros, de manera que las dos Españas enfrentadas se multiplicaron por cien. Y muchos de los nuevos indios y vaqueros fueron más fanáticos que los originales, sea para dar fe de su discutible fidelidad, sea porque una guerra es el escenario más adecuado para dar satisfacción a las tendencias fratricidas que en ocasiones alberga el corazón humano.

A partir de su lectura, mi vanidad herida de actor ignorado me ha motivado a leer con espíritu crítico todo lo que cae en mis manos sobre esos apasionantes años, casi siempre con la sensación de que eso no es lo que yo vi ni sentí. Nací más de medio siglo después de la I República y de la tercera guerra carlista, y todo lo que sé del siglo XIX es lo poco que dicen los libros de Historia, escritos generalmente por los vencedores. Y no se me diga que la Historia la escriben los historiadores. Éstos, como los periodistas, como todo hijo de vecino que quiere sobrevivir y ser apreciado, sigue la moda, y la moda la controlan los vencedores. ¿Quieres una prueba? Lee las historias y los periódicos posteriores a la guerra civil: todos los asesinatos y tropelías fueron cometidos por los rojos. Lee las historias y periódicos posteriores a la muerte de Franco: todos los asesinatos y tropelías fueron cometidos por los fascistas.

¡Cuánto hubiera deseado saber sobre las esperanzas, las desgracias y los miedos que despertaron en el común de la gente las guerras carlistas del siglo XIX! Daría algo por conocer los chistes y las cancioncillas que circulaban por los pueblos de España cuando les nombraron un rey italiano o cuando Estanislao Figueras, Presidente de la República , abandonó su puesto y huyó a Francia sin más aviso que una nota sobre la mesa del despacho que decía « estic fins als collons de tots nosaltres » . Este entrañable nosaltres es una auténtica confesión. Aquellos hombres, llenos de buenas intenciones, se habían perdido en inútiles disquisiciones tratando de crear una sociedad política teóricamente perfecta, en la ingenua creencia de que la realidad social se adaptaría sin rechistar a sus teorías. Suele ocurrir. Ya decía Goya que « los sueños de la razón producen monstruos » .

Me gustaría saber si el entusiasmo federalista de las masas era semejante al de las minorías intelectuales o se trataba del deseo de protagonismo de los políticos locales mezclado con las ganas de juerga de los alborotadores habituales. No me conformo con saber que la guerra carlista finalizó cuando Espartero y Maroto escenificaron el abrazo de Vergara o que el general Pavía disolvió la República entrando a caballo en el Congreso. Hubiera deseado saber cuáles eran los sentimientos de la gente de la calle cuando las tropas liberales o carlistas arrasaban sus viviendas, qué sensaciones experimentaban los almerienses cuando los cantonalistas de Cartagena bombardeaban sus calles o los federalistas les prometían un porvenir espléndido. Y me hubiera gustado que me lo relatara alguien libre de intereses políticos, como por ejemplo mi abuelo Juan.

No pretendo contarte la Verdad sino mi verdad porque, como decía Campoamor,

« En este mundo traidor nada es verdad ni mentira;

todo es según el color del cristal con que se mira » .

Tampoco afirmo que mi cristal sea el único y ni siquiera el mejor. Sólo prometo ser sincero; explicar los acontecimientos tal como los he visto y bien sabido es que cada uno proyecta su personalidad sobre los acontecimientos. Pero no todo es fruto de mi experiencia personal sino que, en la medida de lo posible, me he documentado con fuentes orales o escritas de mi confianza. Todos los personajes que aparecen en este relato existen o han existido en carne y hueso. Sólo he transformado algunos nombres porque no es mi propósito avergonzar a sus descendientes si estas páginas llegaran a sus manos.

Muchos de los recuerdos que relato son difíciles de entender si no se conoce el contexto histórico en el que sucedieron. La República , el desorden que la siguió y la Guerra Civil , que debiera llamarse incivil, no se debieron a que unos cuantos políticos y militares se volvieran locos. En realidad, todo ello fue la explosión final de una situación de injusticia y miseria que se enseñoreaba de la sociedad española desde hacía siglos. De ahí que incluya dos apéndices; el primero, con el relato de las situaciones y acontecimientos que generaron el combustible de la explosión y el segundo, que analiza sucintamente las ideologías en presencia, que actuaron como comburente. Porque sin conocerlos es imposible explicarse lo que pasó. Finalmente, si te interesa profundizar en el conocimiento de ese período, trágico y trascendental de la Historia de España, incluyo una bibliografía de los textos consultados. Es sólo una mínima parte de la profusa bibliografía que en todo el mundo se ha interesado por la España de 1931-1939.

  Contacto: info@lacuartaespanadel36.com